Un vino triste

A veces buceas en las noticias y encuentras la realidad más desagradable que de costumbre, y omnipresente, porque te persigue a través del artefacto que llevamos en el bolsillo, que nos engañaron a todos diciendo que era un teléfono, y mentira, como le decían a Kunta Kinte que se llamaba Toby. Si sólo faltan los latigazos. Desde entonces ya no sirve apagar la televisión o tirar a la chimenea el periódico, ni existe agujero por el que huir del mundanal ruido, que si en la época de fray Luis ya era desagradable, hoy hay que declinar la tentación de adjetivarlo. Descartada -por falta de carácter- la opción de la vida anacoreta, al menos sí se pueden sumergir en vino estas sensaciones, pero con el riesgo de que se destilen vapores tristes, y entonces en vez de un artículo surge un quejido nada flamenco. Más que por la contemplación del horror, sucede por el recuerdo de que hemos olvidado a golpe de bip bip las cosas que merecen la pena. Que casi nunca son cosas. En el ángulo más oscuro del salón, junto al arpa polvorienta de Bécquer, se va amontonando todo lo que tiene que ver con la belleza. Quizá porque hay tiempos para la poesía y tiempos para la prosa, y tiempos como el nuestro, luego, donde no sirve ni lo uno ni lo otro, porque todo está contaminado de tecnología y de nada. El libro no se sustituye por el ibook, sino por cadenas binarias y prozac, y por física, que en esta época se pasea ensoberbecida, con aires de teóloga. La técnica se impone a la ciencia, el gesto a la palabra, la fuerza a la razón. Los nuevos dioses del hogar están llenos de cables, de lucecitas histéricas y acrónimos en inglés, imposibles de memorizar porque tienen una vida aún más corta que la nuestra. Alrededor de esos artefactos efímeros nos sentamos para escuchar las voces del mundo, casi siempre groseras por la lógica de la oferta y la demanda, que no es una ley, sino una derrota del individuo frente a la masa, y el inicio de todas las tiranías plebeyas. Convertido en espectáculo o anuncio, también el arte forma parte del mercado y una mano invisible lo emborrona, cuando no lo prostituye la subvención. 
Y es que negar la posibilidad de la verdad, jugar a diosecillos incordiando en embriones, comer a todas horas del manzano, alardear de no creer en nada y someterse sin rechistar al amo de las monedas, tiene consecuencias así. Lo bello es antieconómico, exige valor y esfuerzo, y acaba, por eso, en el rincón. En el rincón del arpa.

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