O.HENRY, UN FINAL SORPRENDENTE

Alguien tendría que estudiar la singularidad vital de los escritores de cuentos norteamericanos: Poe, Pierce, Twain y O. Henry, los cuatro grandes, no sólo coinciden en su maestría modelando el relato corto, también se parecen en la incapacidad de llevar una vida tranquila, como si la naturaleza del cuentista fuese la suma de sensibilidad artística y espíritu aventurero, añadiendo, eso sí, su pincelada de autodestrucción. Ambrose Pierce hizo de todo, desde periodismo con W.R.Hearst hasta la guerra de secesión, y acabó en Méjico, con setenta años, apuntado a la huestes revolucionarias de Pancho Villa. No se volvió a saber de él. El mismo Huckleberry Finn comparado con su creador es un burguesito acomodado, porque Mark Twain también surcó el Mississipi, y además fue inventor, y oficial confederado, y minero, y periodista... se batió en duelo y en alguna ocasión estuvo cerca de la soga, como había predicho su madre. A Edgar Poe -atormentado, borracho, violento-, lo echaron de West Point y hasta su padrastro lo desheredó, dejándolo por imposible. Tenía tantas papeletas que todavía no se sabe de qué murió, si por los excesos del alcohol o de las drogas, por la tuberculosis, o por su propia mano.
Con estos ejemplos, no es extraño que el adinerado padre de la novia de O.Henry se opusiera vehementemente al matrimonio de su hija. Tampoco nos sorprende que el escritor optase por raptarla, y que se fugaran los dos como una pareja de cuento, claro. Durante unos años llevó una vida casi normal, amantísimo de su esposa y de su hija, con su trabajo aburrido en un banco y sus pinitos literarios, donde ya se adivinaba mucho talento. Con pruebas o sin ellas, el caso es que en el banco le denunciaron por malversación y que el tipo, en vez de enfrentarse a los tribunales, se largó del país, porque estos espíritus suelen tener cierta alergia a las rejas. Durante siete años vivió en Centroamérica, pero acabó regresando para cumplir con la justicia: cinco años de cárcel que se quedaron en tres, por portarse bien en la celda en la que escribía cuentos con los que mantener a su hija.Como Poe, como Pierce, como Twain, O Henry no era ajeno a las bondades del whisky, y probablemente los superó a todos con sus dos litros diarios de escocés. Dicen que su cuento más famoso -Regalo de Reyes- lo acabó muy apremiado por el editor, empleando dos horas escasas y una botella entera.Se volvió a casar en Nueva York cuando sus cuentos semanales, -que aparecían en diferentes revistas- le proporcionaron cierta celebridad y algo de dinero, aunque esto último se evaporaba en alcohol, igual que su nuevo matrimonio.Sus breves relatos son casi un género literario, por esa forma tan personal de llegar al desenlace, guardando siempre un golpe de efecto para la última línea. De hecho todo el texto se construye a partir de ese giro final, auténtica piedra angular de la narración. En la literatura anglosajona incluso se habla de “un final a lo O.Henry”, que sería algo más o menos así: El hecho de que regresara a su país, sabiendo que le esperaba la justicia, se explica porque había conocido que su esposa estaba enferma. No le importó la cárcel con tal de poder acompañarla hasta su fallecimiento. Los dos habían empezado fugándose, y O Henry dejó de huir para estar junto a ella en el final.Nació en Greensboro, Carolina del Norte, en 1862, y aunque es conocido como O. Henry en realidad se llamaba William Sidney Porter. Entre sus más de seiscientos cuentos, tal y como decía Borges, “nos ha dejado más de una breve y patética obra maestra.” Murió en 1910, en Nueva York, sólo, con 23 centavos en el bolsillo y un cuento a medias sobre el escritorio. En la actualidad, el “Premio O.Henry” es uno de los galardones literarios más importantes de los Estados Unidos.

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