Unamuno, el yerno de la muerte

Su divisa era “primero la verdad que la paz”, por eso murió en mitad de una guerra. Por eso y porque estaba ya cansado de tanto batallar, así lo escribió él mismo para su epitafio, pidiéndole al Señor que le acogiese, porque no ha existido escéptico tan devoto como Don Miguel.
Dios, España y la muerte, en Unamuno todo gira en torno a esa trinidad. El último día de 1936 recibía en casa a un amigo que, pesimista, se quejaba de que Dios se había olvidado de España... “Dios no puede hacer eso. España se salvará porque tiene que salvarse” respondió el bilbaíno, y enseguida expiró. Es decir que murió como había vivido, diciéndole a Dios lo que tenía que hacer y argumentando con un“porque sí” poderosísimo, que nunca la terquedad ha estado tan revestida de sabiduría. Hoy los pedantes se escandalizan con los últimos versos de su soneto más agónico: “...hay que ganar la vida que no fina/ con razón, sin razón o contra ella”.
Ay, ese quijotesco don Miguel de Unamuno, como le llamó Antonio Machado, tan orgulloso de sus contradicciones, que llevaba a gala el pelearse con todos: exiliado con Primo de Rivera, después apoyando el alzamiento del 18 de julio y represaliado por el Frente Popular, y más tarde enfrentado a voces contra Millán Astray, el fundador de La Legión. Fue cuando su famoso “venceréis pero no convenceréis” y sus vivas a la inteligencia respondiendo al terrible ¡viva la muerte! legionario. Seguramente lo que más le fastidiaba era el noviazgo que el héroe mutilado mantenía con “la parca”, porque Unamuno consideraba a la muerte cosa exclusivamente suya, aunque más como a una suegra que como una amante.
Había perdido la fe al llegar a Madrid, lo cual es muy razonable, y desde entonces vivió inquieto. A los treinta y tantos se despertaba angustiado por las noches, en una ansiedad que era sed de eternidad y pánico a lo finito. Cuenta que su mujer, en una de esas crisis, le abrazó cariñosa diciéndole “¿Pero qué te pasa, hijo mío?”, y aquel “hijo mío” se le quedó grabado, y desde entonces quiso volver a la fe de niño, en la que veía más verdad que en toda la escolástica. En realidad es muy evangélico, eso de que hay que hacerse niños, pero no es fácil. Un alumno suyo, en el claustro de la universidad de Salamanca le vio inclinado sobre una columna, mientras murmuraba: Dios, Dios, Dios... Luego se detuvo, y dándose golpes contra la piedra rectificó: “No, Dios no. Yo, yo, yo.”
Pasó por la política llamando mentecatos a los nacionalistas vascos y catalanes, y definiendo como “chifladuras” sus doctrinas, por eso, aunque es el intelectual vizcaíno más grande de todos los tiempos, los fanáticos no pueden incorporarlo a su hecho diferencial. Al revés, el españolismo de Unamuno era casi febril. Abandonó rápido su etapa en la que pretendía europeizar nuestro país para sustituirla con el famoso “que inventen ellos”, y amó a Castilla hasta el extremo, como sólo saben hacerlo las almas grandes. Cuando apetece renegar de todo -siempre sobran los motivos- es conveniente releer su vida de Quijote y Sancho: “Pues sí, soy español. Español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en el que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios español, el de nuestro señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡Sea la luz,! y su verbo fue verbo español.
Conviene, sí, regresar al vizcaíno ahora que renace una visión agónica de lo nuestro. Feliz Unamuno, a pesar de todo, que creyó que Dios no podía olvidarse de España
Nació en Bilbao, en 1864. Fue escritor, poeta, filósofo, y el exponente más culto de la edad de plata de las letras españolas. Se casó con Concepción Lizarraga, su amor de juventud y su única certeza cuando el racionalismo le llevaba de la ansiedad a la agonía. Criticó a la Dictadura, a la Monarquía y a la República. “No soy bolchevique ni fascista, sólo un solitario”. Lo era desde que enviudó. Murió en 1936.

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