La tumba del periodismo.

Hay más cuerpo en el espectro de Larra que en sus letras breves, quizá porque es más importante su tumba que su obra, que allí mismo -cuando todavía se estaba abriendo el hoyo- nació Zorrilla para la literatura. Más tarde a su sepulcro peregrinó en bloque el pesimismo del 98 -que a la vez homenajeaban al periodista y al suicidio-, y después las vanguardias, cuando Giménez Caballero se enorgullecía de vivir precisamente junto a la lápida del que firmaba como Fígaro, y reflexionaba sobre ello escribiendo que en España ser tumba es el único modo de ser algo.
También Umbral se acercaba de vez en cuando al Panteón de hombres ilustres,con más intención de reclamar la herencia que de rendir tributo; e incluso Letizia Ortiz, cuando todavía no era princesa, creyó oportuno regalar a su prometido “El doncel de don Enrique el Doliente”, la novela histórica de Larra, quizá porque quiso subrayar su condición de periodista recordando al más conocido; o tal vez señalando que periodismo y monarquía no siempre han estado lejanos, que el padre de Larra formaba parte de la corte de José Bonaparte y una de sus hijas fue la amante de Amadeo de Saboya. Así, de paso, el regalo reconciliaba un poco al linaje con los borbones, después de tanto coqueteo con usurpadores.
Sin duda sobrevalorado, Larra se ha vuelto imprescindible por su leyenda, por esa tumba de constante peregrinaje. Es un poco James Dean, más icono que actor. El periodista gusta a las castas intelectuales porque se quejaba mucho de España,porque se quejaba todo el rato, porque no quería volver al día siguiente -como le pasa a cualquiera que se acerca a una ventanilla burocrática-, porque se casó pronto y mal, y se enamoró enseguida de una mujer casada. Porque su vida, en fin, era tan desastre como la España de su tiempo, y al matarse, probablemente, quería acabar con las dos.
Dolores Armijo -su amante prohibida- fue a visitarle a su casa el 13 de febrero de 1837 para decirle que le dejaba, que se marchaba con su marido a Filipinas. Nada más salir, el escritor abrió la caja de las pistolas y se pegó un tiro. Tenía 27 años.
Y desde entonces volvemos siempre a Larra, todos, en tétrica y cultureta procesión,como una reivindicación del suicidio y la protesta, porque las ventanillas burocráticas siguen pidiendo que volvamos mañana, y porque las dolores armijo nunca se divorcian.


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